La primera vez que ocurrió, fue
también el momento en el que tuve la certeza de que nunca podría
protegerla, y fue peor el miedo que vino después, durante los años
siguientes, aflorando con más intensidad cada vez que aquella bestia volvía a mi memoria. Se convirtió en mi propia pesadilla, pero ella era
tan pequeña, tan inocente...
La mujer, que en principio se había
mostrado rígida e intransigente, demasiado preocupada por la
seguridad de su preciada hija como para ser cruel incluso con ella,
comenzó a relajar sus hombros en señal de derrota. Una derrota que
la había estado atormentando desde aquella primera vez y que había
tratado sin el menor éxito borrar de su mente.
— Háblame de ello —pidió el
alegre viajero de ropas coloridas—. No me han dado detalles ¿Qué
ocurrió exactamente?
La mujer se retorció los dedos con
nerviosismo y su vista se perdió a través del vapor de la jarra.
— Fue el día de su ungimiento. No
habían nacido niñas en los últimos quince años y fue... Oh. Toda
la aldea estaba enamorada de ella. Y yo también, y su padre. Era una
hermosa niña sana que trajo la felicidad no sólo a nuestro hogar,
si no a los de nuestros amigos y vecinos —el recuerdo le dibujó una
sonrisa amable y nostálgica. Más allá del vapor, aún podía ver
el rostro de su bebé.
Pero el velo se difuminó cuando el
hombre tomó la jarra y se sirvió otro poco, devolviéndola a
aquella mesa y a la delicada situación que tenían entre manos. Ella
suspiró y guardó las manos bajo la mesa, sobre su regazo.
— Oí sobre un incendio, una
catástrofe sin igual. Pero sin detalles. Es curioso como los pueblos
apartados atesoran sus recuerdos y dejan que se difuminen con la
historia. ¿Sabéis, señora? Es así como se forjan las leyendas —él
sonrió con amabilidad, pero ella sólo le devolvió una mirada
cortante y enfurecida. El hombre feliz no se inmutó por ello—.
Entiendo que los amargos recuerdos pesen, por favor, disculpadme y
proseguid.
— No fue solo un incendio, fue una
tragedia de la que nuestros amigos jamás pudieron recuperarse. El
día del solsticio se le celebra a Jonos, como bien sabéis, y todos los
muchachos, niños pequeños y jovencitos estaban reunidos en el
templo, junto con sus padres, celebrando el comienzo de la retirada
del verano. En ese templo mi niña había estado recibiendo la primera bendición de los dioses a penas unas horas antes.
— ¿Todos murieron? —preguntó el
hombre con actitud seria y solemne, aunque sin rastro alguno de
compasión.
— No todos, no. Los adultos...
salieron. Los niños murieron —corrigió ella notando un nudo en la
garganta—. Todos ellos, desde las criaturas que a penas gateaban
hasta los jóvenes que esperaban celebrar su comienzo como hmbres. Todos ardieron —sus hombros se hundieron todavía más—.
Fue tan terrible, que al norte, en las montañas, todavía hay gente
que dice oír los lamentos arrastrados por el viento, el olor del
fuego, de la madera convirtiéndose en polvo y la carne hecha
cenizas. Y yo estaba en la ventana, con mi criatura en brazos. No
entendía qué estaba ocurriendo. No llegué a comprenderlo nunca.
Se hizo el silencio y el hombre,
impasible, respetó el dolor de la mujer aunque no le prestó
atención. Saboreó un trago caliente y meditó para sus adentros
acerca de cómo las gentes humildes generaban sus propios demonios
después de una gran pérdida. Poco impresionado, chasqueó la lengua
y se dispuso a tomar una de las frutas de un cestillo cuando la mujer
retomó su historia.
— Esa noche yo tuve que quedarme.
Durante mucho tiempo creí que el pueblo entero nos había maldecido
por aquello. Por envidia, por el dolor. Yo me había retirado con mi
recién nacida y no podía abandonarla mientras todos trataban extinguir el fuego, desesperados. Durante los meses siguientes todos
me miraban, podía notarlo. Mirad, ahí va esa... Ramera de la fortuna, les oí decir una vez. Y yo no podía
contarles lo que ocurrió aquella noche, no pude, sentí que sería
peor que lo supieran. De saberlo, entonces me condenarían a mi y a
mi familia al destierro. Estoy segura de eso.
— ¿Qué más ocurrió? —retomó su
interés al comprobar que la mujer se sentía más abatida por su
propio secreto que por el atroz suceso en el templo de la aldea.
Ella se encogió sobre si misma y trató
de refugiarse en la tenue luz de la mañana que empezaba.
— Era muy tarde, de noche. Yo no era
capaz de conciliar el sueño. Mi niña estaba en su cuna, en el
cuarto de al lado, y mi esposo entró por la puerta de nuestra
habitación cubierto entero de hollín. Había estado llorando y
peleando, pero cayó derrotado al borde de la cama. Cuando quise
preguntarle, rompió a llorar de nuevo, y en su ropa traía el olor
de la muerte. Entonces lo oímos.
La mujer tragó saliva y fijó la vista
en un punto de la mesa, como si su recuerdo estuviese justo allí.
— Era como... un golpeteo, un
chirrido repetitivo que provenía de la habitación de mi bebé. Poco
después de que empezase la oímos llorar, y fuimos corriendo a su
habitación pero....
— ¿Pero?
Ella negó con la cabeza.
— No logramos cruzar el umbral de la
puerta, nos quedamos paralizados. La habitación estaba... oscura, fría. Había algo dentro, pero no lo vimos enseguida. Sentí que me había metido entre las fauces de una bestia infernal y que su lengua serpenteaba a mi alrededor.
El hombre, que escuchaba con atención, movió la cabeza tratando de apremiarla para que prosiguiera. Ella le miró, esperando no encontrar prejuicio en aquel par de ojos azules.
— Una sombra. Al principio parecía
una simple sombra, pero... era lo que estaba haciendo llorar a mi
niña. Era un... parecía un hombre. con el cuerpo negro, el rostro negro, creí
poder ver a través de él pero se materializó de forma espantosa.
Era un gigante hecho de sombras, hombros y espalda muy anchos,
desnudo, muy, muy alto, con los brazos flacos que le llegaban casi
hasta el suelo. Y tenía garras —hizo una pausa y se humedeció los
labios. Poco a poco el recuerdo se volvía nítido y eso la incomodaba—. Garras en sus
manos, largas y finas. Sus piernas se doblaban como las de una
gallina, y allí también tenía garras que se hundían como raíces
en el suelo. Aquella oscuridad salía de él, y nos miraba.
Tenía unos ojos que parecían vernos desde muy lejos, y no parpadeó
ni se movió. Sólo mecía la cuna.
Era la primera vez que contaba aquello,
y de pronto notó su error. Suspiró pesadamente y dejó caer la
vista, incapaz de atreverse a interpretar una posible mirada de
burla. Pero el hombre no se estaba burlando de ella. De pronto, las historias que había oído sobre aquella muchacha carecieron de importancia. Supo enseguida que su intuición no le había fallado.
— ¿La estaba meciendo? ¿La sombra?
—preguntó y la mujer volvió a mirarle despacio.
— Con una de sus garras. Tenía la
cuna agarrada por el cabecero, y tiraba de ella, de un lado a otro,
tan rápido y con tanta fuerza que el bebé iba de un lado al otro y
por un momento creí que se caería. Y ella lloraba, y lloraba. Y yo
no podía moverme. Cuanto más mirábamos, con más fuerza empujaba
la cuna de un lado a otro. Hasta que paró de pronto. Como con un parpadeo.
El hombre alegre de ropas coloridas se
movió en su asiento y sus joyas tintinearon. Se recostó en el
respaldo de su silla y guardó silencio mostrando una simulada
preocupación para evitar que la mujer creyera que la estaba
juzgando.
— Sencillamente, de un momento a
otro, todo paró. La sombra desapareció y la luz del cielo nocturno
volvió a bañar la habitación. En mi cabeza seguía oyendo el
llanto desesperado de mi niña, pero en realidad ya no estaba
llorando. Creo que no lloró en realidad. Cuando por fin conseguí entrar, me acerqué a la cuna y
allí estaba, profundamente dormida. De nuevo me pareció la criatura
más hermosa que había visto nunca.
Tras un momento de pausa, el hombre se
permitió tratar de animar la conversación. Dio un respingo con una
sonrisa y volvió a llenar los dos tazones con la jarra humeante.
— Nuestro contacto a medias no
mencionó detalles tan íntimos, por supuesto. Pero si que me habló
de las sacerdotisas. Sin sus palabras, sin el empeño tan exagerado
que puso en conseguir que me plantease esta transacción, no estaría
aquí.
— Ellas simplemente me dieron la
enhorabuena —dijo sin más la mujer desganada—. Dijeron que los dioses me
habían bendecido con una niña, y que ella era una niña doblemente
bendecida, que no era otra cosa que un poderoso don. Pero... ¿un don? ¿Qué clase
de dioses otorgan dones así y a criaturas inocentes? Me hablaron de
sueños, de profecías... Pero yo se que aquello sigue estando con
ella. Hay monstruos, demonios viviendo a su lado, dentro de ella, que
salen mientras duerme. Nunca recuerda nada, y creo que es mejor así.
No puedo —su voz se rompió momentáneamente—, no puedo
protegerla. Lo se. He hecho todo lo que pude, y sin embargo dentro de
mi siento que nunca será suficiente. Debe estar con alguien que
pueda comprenderla y protegerla de verdad.
Aquellos fueron las palabras mágicas.
El hombre sonrió complacido para sus adentros y se acomodó todavía
más en su silla. Estaba plenamente satisfecho con lo que le parercía un trato y una oportunidad irrepetibles. Pero era un hombre
cauto, sabio en aquellos menesteres y no podía mostrarse
impaciente o con prisa. Se tomó su tiempo para consolar a la
exhausta madre, para dedicarle sus más afectuosas palabras,
plegarias y deseos. Debía procurar que no se echase atrás, no ahora
que habían llegado tan lejos, que había viajado tanto por incómodos
caminos para llegar hasta aquella mesa. Pero, en su interior, ya
estaba saboreando el premio, el triunfo. La chica de los sueños
proféticos, se dijo a si mismo. La chica que jamás ha visto con sus
ojos nada más allá de su jardín, y que sin embargo podía ver los
horrores más inmundos de aquella vida y de la otra, tal vez. Y
por tan sólo un puñado de cabezas de ganado.
Impresionante.... buff...y angustioso....
ResponderEliminarMuchas gracias, me alegra que te haya gustado =)
Eliminar¡Un saludo!