jueves, 15 de septiembre de 2016

Dragón

Cayó al suelo abatido por el intenso hedor. El calor le quemaba las fosas nasales, la garganta y los pulmones como nunca creyó que un fuego pudiera hacer. No fuego que hubiera conocido en este mundo ni en esta vida, no un fuego de llamas y brasas.
Los músculos entumecidos se negaban a obedecerle, la parálisis del terror le permitían pensar tan sólo, una y otra vez, en qué si bien no podía morir, ¿cuál sería el dolor más tormentoso que podía sufrir su cuerpo?

El dolor y el hedor tenían forma de bestia alada, una monstruosa aparición que aseguraba aparecérsele desde aquel mismo instante cada vez que cerrase los ojos. Cada vez que parpadease.
La bestia escupía y vomitaba bramidos que parecían sacados del estómago del infierno. La sangre se le heló en las venas al ver que el cielo quedaba cubierto por su sombra espectral. El cuerpo fibroso y abultado crujía a cada movimiento, los músculos emitían un sonido tan denso al tensarse que podía masticarse. Las alas, membranosas y gruesas, extendían el calor antinatural que emanaba de sus entrañas y se solidificaba al filo de la piel de roca, creando venenosas escamas sin forma.
No podía describir a aquel ser, jamás había visto nada similar y creía que se trataba de una mala pesadilla, pues parecía algo impropio también del mundo al que estaba acostumbrado. Allí tendido, en la tierra batida y torturada, se sentía como una ofrenda viva a un dios despiadado, allí tendido, en la cima del mundo, al final de toda la existencia restante y donde nadie podría volver a oírle jamás.

El animal batió las alas y se retorció sobre sí mismo. Buscaba hambriento al desvalido que se había rebelado ante él, tratando de girar su abominable cuerpo con esfuerzo y fiereza para que sus fauces apuntasen en su dirección. El guerrero, desarmado, notó entonces su cuerpo más pesado que nunca, aplastado contra el suelo, somo si la sola presencia del demoníaco ser fuera suficiente para golpearle y dejarle fuera de combate.

Una bocanada de aire entró en sus pulmones y volvió a saborear el vómito que le sobrevenía. Un nuevo batir de alas y la tierra vibró bajo él, aquejada del mal que la sobrevolaba. El animal se dejó caer sobre sus poderosas patas traseras revestidas de magma aún fuído y zarandeó la cabeza, empujada por su propio peso. Luego las mandíbulas crujieron para abrirse a un pozo cuajado de dientes. El chirrido ensordeció al guerrero, y por un momento creyó sentir que el furioso rugido haría quebrar sus huesos en miles de pedazos como una frágil vasija de cristal estampándose contra un suelo. La boca del demonio se cerró y sólo entonces el hombre contuvo la respiración esperanzado. En medio de la tormenta más cruenta, la lluvia de sangre cesaba para dejarle ver un finísimo rayo de sol. En cuanto había tenido la oportunidad y el monstruo se dejó ver claramente, comprobó que en sus oscuras cuencas solo había un tenebroso vacío muerto. Había tenido ojos en el pasado, pero allí donde un día habían estado, sólo quedaba un cuajado testimonio de órganos putrefactos, derretidos e inservibles.


Sabía que los dioses, los de los hombres y los de las criaturas ancestrales, podían verle a través de los siglos y de la oscuridad del cielo, los mismos que habían enmudecido cuando le sacrificaron a un fantasma berreante de vísceras y sangre, más complacidos por las desdichas humanas que conmovidos por sus súplicas. Los crueles dioses, los que jamás estuvieron de su lado, habían aprobado ponerle al límite de sus posibilidades humanas, y habían creído que sería más entretenido permitirle soñar con la probabilidad de concebir una mínima oportunidad de éxito ante un dragón ciego.



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