Cayó al suelo abatido por el intenso
hedor. El calor le quemaba las fosas nasales, la garganta y los
pulmones como nunca creyó que un fuego pudiera hacer. No fuego que
hubiera conocido en este mundo ni en esta vida, no un fuego de llamas
y brasas.
Los músculos entumecidos se negaban a
obedecerle, la parálisis del terror le permitían pensar tan sólo,
una y otra vez, en qué si bien no podía morir, ¿cuál sería el
dolor más tormentoso que podía sufrir su cuerpo?
El dolor y el hedor tenían forma de
bestia alada, una monstruosa aparición que aseguraba aparecérsele
desde aquel mismo instante cada vez que cerrase los ojos. Cada vez
que parpadease.
La bestia escupía y vomitaba bramidos
que parecían sacados del estómago del infierno. La sangre se le
heló en las venas al ver que el cielo quedaba cubierto por su sombra
espectral. El cuerpo fibroso y abultado crujía a cada movimiento,
los músculos emitían un sonido tan denso al tensarse que podía
masticarse. Las alas, membranosas y gruesas, extendían el calor
antinatural que emanaba de sus entrañas y se solidificaba al filo de
la piel de roca, creando venenosas escamas sin forma.
No podía describir a aquel ser, jamás
había visto nada similar y creía que se trataba de una mala
pesadilla, pues parecía algo impropio también del mundo al que estaba acostumbrado. Allí
tendido, en la tierra batida y torturada, se sentía como una ofrenda
viva a un dios despiadado, allí tendido, en la cima del mundo, al
final de toda la existencia restante y donde nadie podría volver a
oírle jamás.
El animal batió las alas y se retorció
sobre sí mismo. Buscaba hambriento al desvalido que se había
rebelado ante él, tratando de girar su abominable cuerpo con
esfuerzo y fiereza para que sus fauces apuntasen en su dirección. El
guerrero, desarmado, notó entonces su cuerpo más pesado que nunca,
aplastado contra el suelo, somo si la sola presencia del demoníaco
ser fuera suficiente para golpearle y dejarle fuera de combate.
Una bocanada de aire entró en sus
pulmones y volvió a saborear el vómito que le sobrevenía. Un nuevo
batir de alas y la tierra vibró bajo él, aquejada del mal que la
sobrevolaba. El animal se dejó caer sobre sus poderosas patas
traseras revestidas de magma aún fuído y zarandeó la cabeza,
empujada por su propio peso. Luego las mandíbulas crujieron para
abrirse a un pozo cuajado de dientes. El chirrido ensordeció al
guerrero, y por un momento creyó sentir que el furioso rugido haría quebrar sus
huesos en miles de pedazos como una frágil vasija de cristal
estampándose contra un suelo. La boca del demonio se
cerró y sólo entonces el hombre contuvo la respiración
esperanzado. En medio de la tormenta más cruenta, la lluvia de
sangre cesaba para dejarle ver un finísimo rayo de sol. En cuanto
había tenido la oportunidad y el monstruo se dejó ver claramente,
comprobó que en sus oscuras cuencas solo había un tenebroso vacío
muerto. Había tenido ojos en el pasado, pero allí donde un día
habían estado, sólo quedaba un cuajado testimonio de órganos
putrefactos, derretidos e inservibles.
Sabía que los dioses, los de los
hombres y los de las criaturas ancestrales, podían verle a través
de los siglos y de la oscuridad del cielo, los mismos que habían
enmudecido cuando le sacrificaron a un fantasma berreante de vísceras
y sangre, más complacidos por las desdichas humanas que conmovidos
por sus súplicas. Los crueles dioses, los que jamás estuvieron de su lado, habían aprobado ponerle al
límite de sus posibilidades humanas, y habían creído que sería
más entretenido permitirle soñar con la probabilidad de concebir
una mínima oportunidad de éxito ante un dragón ciego.
***