domingo, 3 de abril de 2016

Ceniza Merodeadora

El hedor de los charcos secos de meados, ratas podridas y suciedad acumulada durante años se mezcló en el aire con el de la sangre recién derramada. Pero sólo la febril parturienta pudo apreciarlo.
Con el cuerpo encajado entre el muro húmedo y la losa de la misma piedra que servía como catre para lograr sostenerse, recogió con las manos a un recién nacido escuálido y pálido que no lloraba, antes de dejarse caer de rodillas sobre el charco que se había formado bajo ella.
Había orado sin descanso a los dioses desde que habían comenzado los dolores para que la hiciesen parir rápido, lo más rápido posible para minimizar el tiempo y conseguir no gritar en ningún momento. No le importaba el dolor, mientras fuese rápido y la desesperación no terminase llegando a ella haciendo que se rindiese a la necesidad de chillar. No le importaba el dolor si era rápido, y los dioses cumplieron. Dos de los carceleros que la habían encerrado la habían mirado con asco antes de arrojarla al sueldo de la pestilente celda, y uno de ellos le prometió tras escupir sobre un charco de sangre reseca que esperaría a que echase fuera al bastardo para matarlo él mismo y poder hacerle otro en seguida. Por ello, mientras mordía temblando un jirón de tela enroscado arrancado de su propio vestido, el esfuerzo hizo que su rostro se enrojeciese hasta perlarse de sangre.
Arrancó de sus sucias vestiduras otro pedazo de tela y envolvió al recién nacido con él. Si los dioses le hubieran concedido otra benevolencia más, se lo hubiesen entregado muerto. Pero el bastardo, que no lloraba, ni tiritaba ni balbuceaba, respiraba pausadamente con los ojos cerrados, tranquilo, y con los delgados brazos azulados plegados sobre el cuerpo.

— Le habéis hecho callar — pensó sonriendo entristecida, viéndolo como una cruel burla.

No quería mirarlo. Aunque fuese fruto de un deseo violento y feroz de un Señor de Caballos, sabía que, de acunarle, de saludarle amorosamente, de recorrer con un dedo maternal sus rasgos, comenzaría a gritar de desesperación lo que no había gritado en todo aquel agónico proceso, dándose cuenta demasiado tarde de que los carceleros regresarían de inmediato para degollarle delante de ella y hacerle lo mismo cuando hubiesen terminado de arrancarle el alma definitivamente.
Lo envolvió por completo, cubriendo también su cabeza, y lo dejó sobre el suelo en el lugar que ella había ocupado para parirlo. Después, comenzó a palpar la pared de piedra buscando uno de los ladrillos en particular. Se trataba de una losa estrecha, encajada en un hueco del grueso muro que, al quitarlo, dejaba una abertura al exterior por la que circulaba una brisa renovadora y luz. Incluso una luz mortecina de lunas y estrellas resultaba cálida y revitalizante si lograba penetrar en aquel espacio angosto, húmedo y apestoso.
Al topar con los dedos fríos con la piedra saliente, la agarró con desesperación y tiró de ella. La brisa de la noche golpeó su cara, le trajo olores del exterior, a agujas de pino, fruta madura que había caído sobre la tierra y leña ardiendo de los hogares que había dentro de la fortaleza. Cerró los ojos llorosos, y por un breve instante se dejó llevar por los aromas nuevos, por el frescor del aire, y olvidó donde se encontraba. Había descubierto aquel respiradero improvisado la misma noche que la habían arrojado al interior de la celda, y la facilidad con la que dio con él le hizo suponer que muchos antes que ella, en aquel mismo lugar, lo habían utilizado de un modo similar. Esperando el día del juicio, llamado así por ejercer sobre los reos un modo de tortura más; el de la falsa esperanza, pues no se trataba más que el día de las ejecuciones, muchos como ella encajaban la cabeza dentro de aquel hueco y probablemente se dejaban arrullar por el sonido de las copas de los árboles meciéndose a compás del viento, de la lluvia, si los dioses bendecían la tierra con purificadora agua, y con aire fresco y olores que con total seguridad les recordarían a sus hogares perdidos para siempre.
La paz duró poco. En seguida el dolor típico de la carne viva hizo que su vientre se endureciese, haciendo que se doblase sobre sí misma hasta llegar al suelo. Recordó dónde estaba, cuál era su delito. La pena de muerte la había condenado nada más tratar de exigirle al padre de aquel bebé su parte de responsabilidad. Un plebeyo cualquiera quizás la hubiese ignorado durante un tiempo prudencial, cediendo enseguida a entregarle comida, algunas aves de corral, o incluso parte del dinero que honradamente ganase. Incluso un Señor de menor categoría habría aceptado a regañadientes brindarle algún tipo de protección y facilidades para la crianza del niño, si finalmente consideraba que era suyo y el remordimiento le privaba de descanso. Pero no aquel Señor de Caballos, no uno de su clase y rango, el más rico de la ciudadela, el que abastecía a los jinetes de varias ciudades con los mejores animales, y no el que tenía por esposa a la mujer considerada la más bella y elegante de las que vivían dentro de las murallas. Que una pescadera desaliñada y en absoluto atractiva, indigna de un hombre como él, se atreviese si quiera a insinuar que el hijo que llevaba en el vientre era suyo, insinuar que que la habría encontrado momentáneamente deseable, constituía un insulto imperdonable, un intento de destrozar su buen nombre y reputación, y un chiste sin gracia para los hombres de confianza de aquel Señor, que tomó de inmediato su petición como una acusación injuriosa merecedora de una sentencia definitiva y tajante. Ninguno de sus hombres, ni si quiera los que sabían la verdad, mostraron atisbo alguno de duda en la palabra de su Señor.
La amenaza del carcelero volvió a su mente, golpeándole las sienes como un acero retorcido y helado. Presa de la desesperación, sollozando y balbuceando plegarias a quienes quisieran oírlas, tomó la determinación de que aquella bestia no tocaría a su hijo, y quizás, después de arreglar ese asunto, tampoco tocarla a ella. No se detuvo a pensar dos veces en la idea que le había cruzado la mente, una idea susurrante, pronunciada por una voz de serpiente, de seductor siseo. Supo inmediatamente de qué se trataba, pero no sintió miedo. Los dioses eran dioses, y sus ideas eran instrumentos valiosos que los mortales podían utilizar para liberarse de si mismos, de los monstruos en los que a menudo se convertían.
Tomó de nuevo a su bebé, con extremo cuidado, y contuvo la respiración tratando de no atragantarse con sus propias lágrimas. Lo dejó envuelto como estaba dentro del hueco en el muro, cerca de una caída de muchas varas, pero lo más lejos que podía dejarle de aquella fortaleza infame, y volvió a colocar la estrecha piedra cubriendo el respiradero improvisado. La oscuridad se hizo de nuevo, y en un instante los aromas suaves del exterior desaparecieron, saturándose el aire del hedor acre que lo impregnaba todo.

— Cuidad de él, tomadme a mi — suplicó con el rostro hinchado antes de buscar a tientas por el suelo algunos pedazos de roca que fue estrellando contra el suelo tratando de sacar de ellas lascas afiladas —, porque con absoluta fe aquí me entrego.

Fuera de la torre, al lado hacia donde se abría el ventanuco y que daba también hacia el exterior de la muralla, llegaron a su vez olores extraños hasta los árboles. Los altos muros y el torreón de los reos se alzaban hacia el cielo, ribeteándose contra un manto estrellado, y pequeñas criaturas nocturnas dejaron a un lado sus cazas y vidas para centrar la atención en el olor del bebé todavía sanguinolento que reposaba escondido en la fachada de la torre.
Eran merodeadores de ramas, kobolds arbóreos, uskahilds, o perrillos de cuatro manos como los llamaban en algunas partes. Las copas de los árboles se agitaron cuando un pequeño grupo de estas criaturas salvajes fueron atraídas por el aroma del recién nacido y decidieron emprender un ascenso por la fachada del torreón hasta dar con el origen de aquella curiosidad que les había llamado la atención.
Como si se trataran de sigilosas sombras, treparon con el cuerpo pegado a las piedras con increíble facilidad, y ágilmente se dejaron colgando boca abajo sobre el hueco aquel. Dos de ellas manosearon el bulto envuelto en trapos y uno metió entre los jirones de tela su hocico largo y arrugado. Otro lo espantó de un manotazo y le gruñó algo similar a un primitivo idioma. No necesitaban desenvolverlo para saber qué era. Las pequeñas criaturas, que medían poco más de una vara de alto, reptaron como lagartos por la pared de un lado a otro, al rededor del hueco, y el recién nacido comenzó a agitarse. Los tres que habían trepado hasta allí intercambiaron algunas palabras en aquel idioma basando en chasquidos y gruñidos, y resolvieron bajarlo y llevarlo a las ramas con ellos. Era habitual que los kobolds, vivieran donde vivieran, se colasen en las casas de los hombres para robar la comida que preparaban, y nadie se percataba de lo que había ocurrido hasta que las porciones de pan, tortas y queso disminuían notoriamente. Sin embargo, lograr robar un bebé humano era algo que no ocurría a menudo, y sin duda aquella noche, y las siguientes, hasta que dejase de ser una novedad, los merodeadores de ramas celebrarían la llegada de un nuevo y exótico miembro a su familia.
El recién nacido, una vez bajo la protección de decenas de pares de ojos enormes y brillantes y de las ramas de los árboles, fue desenvuelto, cuidadosamente examinado y adoptado bajo un nombre en virtud del color de su piel. Le llamaron Ceniza Merodeadora.

A la salida del segundo sol, el portón de la torre se abrió emitiendo un estridente chirrido y las voces oscas y las desagradables risas de los dos carceleros inundaron la aparente paz que había estado reinando en el interior durante las horas anteriores.
Cruzaron los corredores camino a una de las celdas donde un prisionero aguardaba ser llevado a la plaza de ejecuciones, pero en mitad de sus bromas en las que describían entre risotadas cómo la sangre había salpicado el palco, o como unas doncellas se habían desmayado en la anterior mañana, uno de ellos se desvió del camino para acercarse a la celda de la pescadera preñada.

— No hay tiempo — masculló su compañero sin mirarle, arrugando la cara en un gesto de asco.

— ¡No es más que un momento! — aseguró mientras se acercaba a los barrotes —. Tan sólo quiero darle los buenos días a mi princesa de tripas de pescado.

Al acercarse, al no ver bien, se quedó un instante en silencio sin comprender lo que ocurría. El otro carcelero chasqueó la lengua incordiado y se puso a su lado, levantando el candil de aceite que llevaba para iluminar el interior de la celda. En cuanto la luz dorada alumbró la piedra y el cuerpo, uno de ellos maldijo y otro escupió al interior del cubículo.

— Puerca maldita... — dijo el primero levantando un poco más el candil, tratando de iluminar las esquinas de la celda. El otro se inclinó hacia delante para poder ver a la mujer más claramente.

— Se ha rajado la garganta con un trozo de piedra — declaró repugnado al percibir sobre su piel blanquecina un corte brutal, profundo e irregular.


— Después de haber parido y haberse comido a su propio hijo — sentenció el otro.


***

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